El asombro y la admiración son sentimientos llamaos noéticos. Se trata de sentimientos vinculados a la tendencia a saber, a entender la realidad –noesis (νοησισ), pensar. Como meros usuarios de la realidad, no necesitamos entenderla, ni valorarla; así, usamos el celular, tomamos un remedio, usamos un lápiz, un vehículo… Lo más común es preguntar sólo cómo funcionan; no nos interesa entender los principios de su funcionamiento, sino sólo que funcionen bien; sirvan para lo que fueron adquiridos; sean útiles. Y, en verdad, los útiles están hechos para ser tales: útiles, medios, instrumentos a través de los cuales se logra un fin o propósito que es lo que interesa: comunicarnos con alguien, sanar, escribir, trasladarnos de un lugar a otro. Giannini decía que una radio puede ser llamada buena cuando funciona bien - efectivamente es así, vista como objeto, como cosa; pero si creo una relación "ambital" con ella, esto es, si la hago formar parte de la historia de mi vida, si la convierto en la compañera de viajes o en el regalo de alguien amado… Podemos elevar los objetos a realidades que tienen un sentido superior a su función, un sentido personal. Desafortunadamente, también podemos degradar una persona al tratarla como cosa.
Por lo tanto, no debemos confundir utilidad con valor; pues la utilidad no es valiosa por sí misma sino como medio para obtener otra cosa que es más importante. Por otra parte, la utilidad que demos a algo, dependerá de las necesidades, imaginación y conocimientos de cada cual. Recuerdo cuando me regalaron un inmenso macetero plástico que, como tal, no me servía; pues bien, dado vuelta y con un mantel redondo sobre él, fue mi pequeña y funcional mesa auxiliar para tomar café o poner algunos libros. Luego, en la época de terremoto, se transformó en contenedor de agua para, finalmente, terminar como regalo a un matrimonio vecino que necesitaba plantar un pequeño pino que le habían regalado para navidad.
Los valores que son tres aspectos de la perfección de un ser –verdad, bien y belleza- no dependen de nosotros; son el grado real de perfección de ser. Verdad es lo que realmente es una realidad. No confundamos lo que yo puedo decir o pensar que es verdad –que puede ser correcto o erróneo, esto es, falso- con la verdad real. Uno es el valor real verdad (lo que la realidad es) y otro es mi pensamiento que puede ser un pensamiento verdadero, falso o ambiguo, impreciso. Así, yo puedo pensar que X persona es cobarde y estar equivocada. La verdad real es lo que la realidad es y no lo que a mi puede parecer. Por lo tanto, donde puede haber error es en nuestra forma de valorar, al no saber valorar; al confundir valor con utilidad o apariencia con ser. Puedo pensar que tal persona es más valiosa que otra y no ser así; porque me puedo estar guiando por lo que aparentan y, ya sabemos, hay personas hipócritas que engañan. Lo mismo respecto a cuando valoramos si algo es bello o feo; puede que no sepamos valorarlo, pues hay que aprender a valorar la belleza, distinguiéndola de lo bonito que causa sensación espontánea de agrado o desagrado, que se mueve en el plano de la apariencia de los cuerpos y sensaciones. La belleza es la presencia real de perfección de un ser que. Como presencia resplandece pero no es captable por los sentidos sino por el entendimiento y el espíritu que cae en goce ante la perfección de un ser, la armonía de seres… Respecto los seres de la naturaleza, la belleza y verdad responder a su perfección natural: Es más valiosa una garrapata que el oro y un perro es más valioso que una garrapata. Por supuesto, que si vemos su utilidad, es mucho más valioso el oro; pues con éste me puedo comprar varios perros y eliminar las garrapatas que los enferman y no me son útiles. Sin embargo, la garrapata, como realidad orgánica posee realmente un ser más perfecto que el oro; su valor es mayor: su belleza y verdad es superior; pues poseen la perfección de la vida. Respecto los seres humanos, nuestro ser es más perfecto que el de toda otra creatura que no sea una realidad – persona o realidad de índole espiritual. De ahí que nosotros no nos adaptamos al medio sino que adaptamos el medio a nosotros, con la consiguiente responsabilidad de deber cuidar del mismo; pues nuestro poder, si no se guía por el deber, puede causar destrozos que ningún otro ser es capaz de causar. Con nuestro poder acortamos distancias, nos comunicamos a través de continentes y en forma simultánea, inventamos naves espaciales que nos permiten surcar a velocidades y alturas mayores que cualquier ave, ideamos naves por mar que pueden atravesar océanos por sobre o bajo mar; ideamos calefactores, desodorantes, diferentes formas de conectividad, alimentos artificiales, arte, medicina, ciencias, credos….
El hecho de tener conciencia de la verdad, falsedad e ignorancia; conciencia de la belleza y la fealdad, del derecho y del deber, nos hace diferenciarnos por nuestra condición moral: somos responsables de lo que hacemos de nosotros mismos y por los demás: somos más o menos bondadosos, honestos o deshonestos, dignos o indignos, virtuosos o viciosos, morales o inmorales. De ahí, la necesidad de educarnos y educar; de formar en valores, en virtudes. No se trata sólo de aprender a descubrir un valor sino realizarlo: no sólo saber qué es la justicia o lealtad sino ser justos y leales y reconocer, admirar, la justicia y lealtad del semejante.
Para educar la sensibilidad debemos detener el correr y pasar por sobre personas, naturaleza y cosas. Enseñar a contemplar, esto es, a permitir el encuentro con la realidad lo que implica estar dispuestos a acogerla tal cual es, sin otro motivo que ese: no para dominarla, usarla, adueñarnos, comercializarla o reducirla a esquemas lógicos o fórmulas; sino acogerla con el entendimiento, el amor, la conciencia… Verla, escucharla… darnos un tiempo para asombrarnos con lo que descubriremos y que nos sobrecogerá o provocará un sentido de lo magnificente, sagrado, misterioso, insondable, ilimitado, perfecto, delicado, enternecedor, digno de nuestro respeto o cuidado o cultivo o dedicación o inspiración… ¿Han mirado ese mar inmenso con su constante movimiento y la solidez de esas rocas que va dibujando en formas y colores? ¿Han observado el juego y desfile las gaviotas y pelícanos y ese orden en el firmamento? ¿Han observado la nobleza de esos árboles y todo lo que ellos aportan y cobijan? ¿Se han observado a sí mismos, en el centro del todo este Universo y lo grandioso de haber sido creados y existir? ¿No es admirable esos niños y familia que vemos en la Teletón como luchan contra sus aparentes límites? ¿No es admirable la danza y el canto y la arquitectura y el cine y la poesía y esa mujer que tal vez con muy pocos estudios cuida y enseña a sus hijos con mayor sabiduría que cualquier doctor universitario?
Para educar la sensibilidad hay que darse un tiempo para detener el correr, para no pasar por encima de todo; detener el bullicio y el consumismo. Nos falta el silencio decía Karlfried Graf DÜrckheim: “El silencio exterior, pero, más aún, el silencio interior, es decir una disposición que nos haga capaces, aún en el bullicio y la agitación exteriores, sentir, guardar e irradiar la calma”. Es un silencio que no tiene que ver con la ausencia o no de ruido exterior; es una disposición del alma que permite captar el movimiento del ser, de las esencias. Lo que permite que Quijote escuche a la verdadera Dulcinea, trascendiendo su ruidosa voz, que vea tras la aparente rudeza su dulzura… Es un silencio lleno de vida, de amor, de riquezas auténticas… No se puede confundir con el silencio de muerte o no vida del apático o flemático que están vacíos porque son insensibles; como vacío está quien salta según el ritmo de moda y según quien más fuerte le tire, convenga o acomode. Se trata del silencio de la admiración que sobrecoge y enriquece el alma con amor. Es el silencio del hombre de paz que al moverse en zonas más profundas, supera las fuerzas de los contrarios, de los opuestos, de los irreconciliables, de la agitación o bullicio que provoca quien vacío huyen de sí mismo y todo destruye porque nada valora. Faltan educadores que sean personas llenas de vida interior, de luz, de amor, de tal forma su presencia termine con cualquier afán destructivo y negatividad; no por imposición pues nada más lejano a la paz que la violencia sino porque es capaz de conducir hacia lo profundo donde está la valía del verdadero ser. El hombre que es capaz de contemplar la realidad tal cual es, ver de cara la verdad, aceptarla, es el hombre que sabe de admiración, de respeto, de paz.
No puedo dejar de citar al filósofo Kirkegaard quien me impactó cuando estaba en primer año universitario, pues, aunque en verdad no lograba entender lo que decía, sí percibí que quería transmitir algo que personalmente aun no había logrado vivenciar: “A medida que su oración se hacía más meditativa, tenía menos y menos cosas que decir. Finalmente se quedó silencioso. Silencioso y, lo que es más, opuesto, si ello es posible, a las palabras. Supo después que orar no es sólo callarse, sino escuchar. Y es así: orar no significa oírse hablar. Orar significa quedarse silencioso, ser y quedar en silencio hasta que en la oración se escuche a Dios” (Cit. K. Graf Durckheim “El hombre y su doble origen” Ed Cuatro Vientos, España, 1996; pág. 41)
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